CAFE DE LA HABANA

CADAQUES

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Artículo publicado en el diario “El Mundo”

En mi adolescencia, cuando estudiaba artes plásticas, yo soñaba con ir a Cadaqués: patria de Dalí. Y hace poco se cumplió mi sueño. Llegué buscando surrealismo y me recibió la Estatua de la Libertad alzando dos antorchas ante el paisaje marítimo de La Madona de Port Lligat.
Busqué otros signos más oníricos, pero aparte de alguna hippy enrarecida que acarreaba por la playa una extravagante bicicleta rodeada de perros con pañuelos rojos al cuello, no vi mucho más. La bahía con sus barcas iluminadas, los geranios reventando en los balcones, las calles empedradas con lajas de pizarra azul para que no resbalen los caballos, el contraste de las fachadas encaladas con el añil de puertas y ventanas… todo eso bellísimo, pero no surrealista.
¿Dónde estaba el espíritu dadaísta que yo siempre había imaginado?. Tal vez en el mobiliario chocante de algunos bares o en los huevos de Dalí que adornan las azoteas. Y aunque todo eso huele un poco a puesta en escena, seguí buscando otras señales en la noche de las brujas, más allá de las hogueras de San Juan sopladas por la tramuntana, que según dicen es lo que allí enloquece a todos.
Como siempre, intuitivamente, yo buscaba algo que tuviera que ver con mi isla natal, acaso porque Cuba es “el país más surrealista del mundo”, como le dijo Breton a Wifredo Lam. Y de pronto, al doblar la Punta d’en Pampà, oí el lento rasgueo que me devolvió a mi juventud habanera. Los boleros y las canciones de la Nueva Trova salían de un caserón enjalbegado en cuya fachada -bostezada con cuatro arcos de medio punto- leí emocionado: CAFÉ DE LA HABANA.
Entonces descubrí el puente invisible que une secretamente a Cuba con Cadaqués. Y entré allí como quien lo hace en un templo. Ulises regresando a Itaca o Alicia traspasando el espejo. ¡Eso sí era surrealista! Encontrarme al final de los Pirineos con las maquetas de los pailebots de dos palos que hacían la travesía hasta Cuba; con las fotografías -ya achocolatadas por el tiempo- de los ultramarinos catalanes en la isla; con los mapas más antiguos de mi barrio y los grabados que reproducen el viaje del vapor-correo o escenas costumbristas del siglo pasado habanero. Machetes, mochas y sombreros de yarey decorando paredes.
Todas las imágenes de mi vida agolpadas en un trago de ron mientras oigo cantar a Joan Carles Ibáñez (Nanu), quien no sólo fundó hace diez años este Café, sino que también es un juglar de pura estirpe. Y a partir de esa noche mágica, Cadaqués se cubanizó como por arte de “birlibirloque”. Las casas de los indianos -que allí llaman mericanos- me mostraron sus muebles cubanos, porque los cadaquesenses preferían ir hasta Cuba a buscar un sillón antes que ir a Figueres, que está a 32 Kms.
¡Eso es surrealismo! Y todavía quedan unos cuarenta lugareños que conservan el pasaporte cubano sin renovar. Y cualquier viejo lobo de mar, con bastón y gorra de capitán, evoca nostálgico sus propiedades perdidas en Cuba. Yo, por mi parte, recuperé la juventud perdida en un cañaveral.

Manuel Pereira  (Novelista y ensayista cubano, traductor, crítico literario, de cine y de arte, periodista y guionista cinematográfico)

 

 

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